Cristo, en efecto sabe mejor que nadie cuáles deben ser nuestras relaciones con Dios, porque conoce. Al escucharlo no corremos ningún riesgo de separarnos: es la Verdad misma. Ahora bien, ¿qué actitud quiere que tengamos con Dios? Bajo qué aspecto quiere que lo contemplemos y lo honremos? Sin duda, nos enseña que Dios es el maestro soberano que debemos adorar. “Esta escrito: tu adorarás al Señor al Señor y no servirás sino a E.l(1)”. “Pero ese Dios que hay que adorar es un Padre”: Veri adoradores adorabunt Patrem in spiritu veritate, nam et Pater tales quaerit qui adorent eum(2).
¿La adoración es el único sentimiento que debe hacer latir nuestros corazones? ¿Constituye la única actitud que debemos tener respecto de ese Padre que es Dios? No; Cristo agrega el amor, y un amor pleno, perfecto, sin reserva ni restricción. Cuando se preguntó a Jesús cuál era el más grande de los mandamientos, ¿qué respondió? “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con todo tu espíritu, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”(3). Amarás: amor de complacencia hacia ese Señor de tan grande Majestad, hacia ese Dios de una perfección tan elevada; amor de beneficencia que busca procurar su gloria; amor de reciprocidad hacia un Dios “que nos amo primero”(4).
Dios quiere, pues, que nuestras relaciones con él estén impregnadas a la vez por una reverencia filial y de un profundo amor. Sin la reverencia, el amor corre el riesgo de degenerar y dejar escapar algo de mal gusto, soberanamente peligroso; sin el amor que nos conduce totalmente con su impulso hacia nuestro Padre, el alma vive en el error y hace injuria al don divino.
Y para salvaguardar en nosotros esos dos sentimientos que parecen contradictorios, Dios nos comunica el Espíritu de su Hijo Jesús, que, a través de sus dones de temor y de piedad armoniza en nosotros, en la justa proporción que reclaman, la adoración más íntima y el amor más tierno: Quonian estis filii, misit Deus spiritum Filii sui in corda vestra(5).
Este es el espíritu que, a partir de la enseñanza de Jesús mismo, debe regir y gobernar toda nuestra vida: es el “espíritu de adopción de la Alianza Nueva” que San pablo oponía al “espíritu de toda servidumbre ” de la Ley Antigua.
¿Me preguntarán, tal vez, la razón de esta diferencia? Es que después de la Encarnación, Dios mira a la humanidad en su hijo; por causa suya envuelve a la humanidad entera con la misma mirada de complacencia, cuyo objeto es su Hijo, nuestro hermano mayor; por eso quiere que, como él, con él y en Él, vivamos “como hijos bien amados”(6).
Me dirán también: Y cómo amar a Dios que no vemos: Deum nemo vidit unquam?(7) – la luz divina es, aquí abajo, inaccesible”(8); es cierto, pero Dios se reveló a nosotros en su Hijo Jesús: Ipse illuxit cordibus nostris… in facie Christi Jesu(9). El Verbo encarnado es la revelación auténtica de Dios y de sus perfecciones; y el amor que Cristo nos muestra no es sino la manifestación del amor que Dios nos alcanza.
El amor de Dios, en efecto, es, en sí inabarcable, nos sobrepasa completamente; no puede el espíritu del hombre concebir lo que es Dios; en Él las perfecciones no son distintas de s naturaleza: el amor de Dios es Dios mismo: Deus caritas est(10). ¿Cómo, pues, tendremos una idea auténtica del amor de Dios? Mirando a Dios que se manifiesta a nosotros bajo una forma tangible. Y cuál es ésta forma? Es la humanidad de Jesús. Cristo es Dios, pero Dios que se revela a todos. La contemplación de la santa humanidad de e sla vía más segura para llegar a la verdadero conocimiento de Dios. “ Quien lo ve, ve al Padre”(11); el amor que nos muestra el verbo encarnado revela el amor del Padre respecto de nosotros, porque “el Verbo y el Padre no son sino uno: Ego et Pater unum sumus(12).
Este orden, una vez establecido no cambia nunca. El cristianismo, es el amor de Dios que se manifiesta al mundo por medio de Cristo; y toda nuestra religión debe orientarse a contemplar este amor en Cristo y a responder al amor de Cristo para alcanzar a Dios,.
Tal es el plan divino, tal es el pensamiento de Dios sobre nosotros. Si no nos adaptamos a él, no habrá para nosotros ni luz ni verdad; no habrá seguridad.
Ahora bien, la actitud esencial que reclama de nosotros ese plan divino es el de hijos adoptivos. Seguimos siendo seres sacados de la nada, y delante de “ese Padre de inmensa majestad”(13), debemos prosternarnos con el sentimiento de la más humilde reverencia; pero a esas relaciones fundamentales, que nacen de nuestra condición de criaturas, se superponen, no para destruirlas, sino para coronarlas, relaciones más altas, más extendidas y más íntimas que resultan de nuestra adopción divina, y que apuntan todas a servir a Dios por amor.
Esta actitud personal que debe responder a la realidad de nuestra adopción celeste está particularmente favorecida por la devoción al corazón de Jesús. Haciéndonos contemplar el amor humano de Cristo por nosotros, esta devoción nos introduce en el secreto del amor divino; inclinando a nuestra alma para que lo reconozca mediante una vida movida por el amor, conserva en nosotros esos sentimientos de piedad filial que debemos tener hacia el Padre.
Cuando recibimos a Nuestro Señor en su santa comunión, poseemos en nosotros ese corazón divino que es un horno de amor. Pidámosle intensamente que Él mismo nos haga comprender este amor, porque, en esto, un rayo de lo alto es más eficaz que todos los razonamientos humanos; pidámosle que alumbre en nosotros el amor a su persona. “Si por una gracia del Señor, dice Santa Teresa, su amor se imprime un día en nuestro corazón, todo se nos hará fácil; rápidamente y sin la menor dificultad pasaríamos a las obras”(14).
Si este amor por la persona de Jesús está en nuestro corazón, nuestra actividad lo hará brotar. Podremos reencontrar dificultades, estar sometidos a grandes pruebas, sufrir violentas tentaciones; si amamos a Cristo Jesús, esas dificultades, esas pruebas, esas tentaciones nos encontrarán firmes. Aquae mulate non potuerunt exstinguere caritatem(15). Porque cuando “el amor de Cristo nos urje, no queremos más para nosotros mismos, sino para Aquél que nos amó y se entregó por nosoros”: Ut et qui vivunt, jam non sibi vivant, sed qui pro ipsis mortuus est(16).
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